El visitante nocturno.
-El visitante nocturno-.
Un rumor apagado subía desde las olas. Sólo aquel murmullo hizo que la noche fuese distinta a las demás. Otra vuelta a casa. Calle de oscuridades danzantes. Charcos de luz lamiendo las sombras adoquinadas. Ella volvía de alguna parte, de cualquier parte.
El mar, invisible desde el camino, se cernía sobre ella como una promesa: reflejo de ondulaciones acuáticas en el cielo. Las pisadas perdieron su esencia mecánica. Apretó el paso. Una inquietud irracional creció en su imaginación, llenando el camino de multiformes visiones fantásticas. Una ráfaga fría cruzó por su rostro. Curioso juego. Hasta le pareció que un par de alas negras vibraban en el aire.
Llegó a casa.
Su piel se llenó de tibiezas. El rumor de las olas enmudeció.
Su cabeza se vació de espectros. No obstante, la casa estaba distinta. Algo sutil, incorpóreo, parecía agitarse entre los muros silenciosos.
Música. Sí, música. Nada mejor que la triste melodía de una balada para ahogar la sensación opresiva, dulcemente aterradora, de no estar sola.
Aquel libro sobre el estante de madera escupía promesas de Nunca Más. Un cuervo perseverante, plutónico -según ella lo recordaba- alisaba sus plumas siniestras sobre el busto de Palas.
Pero una nueva ola cálida recorrió su piel, como si la música y el recuerdo equívoco de aquel cuervo petrificado la cobijasen. Se sentó. El sonido de un vehículo en la calle la aisló todavía más. La suave melodía se sostuvo en el aire, apenas un instante, y luego calló.
Los rincones susurraban.
-Piensa en mi. -dijo en voz alta- Está pensando en mi...
Se sobresaltó al escucharse. Los ecos reverberaron entre los muebles. Entonces lo supo, con la misma claridad absurda de las certezas oníricas: Él estaba ahí.
Se acostó. El ocre de las sábanas la entibió. Un par de alas imaginarias rascaban los cristales. Luego, una silueta vaporosa se alzó a los pies de la cama. El resto de la habitación pareció fundirse en esa negrura, como si los pálidos reflejos lunares fuesen absorbidos por ella.
-Piensa en mi. -repitió.
La figura se inclinó hacia adelante. Ella se estremeció. Toda su piel degustaba una especie de anticipación febril; como el gesto resignado de una presa voluntaria. Se supo altar y ofrenda de viejas fantasías inconclusas.
Allá lejos, al mar continuaba debatiendo con las nubes. Las baladas se quebraron, estallaron en mil pedazos hechos de cristal, mientras un suave y cálido aliento comenzaba a recorrerla, a saborear cada pequeño resquicio de sus ondulaciones. Antes de hundirse definitivamente en la locura, ella pensó en un parque de flores de hierro; en un funeral de hadas al que jamás asistiría. Entonces llegó el ocaso. Una caricia crepuscular se derramó sobre ella, dentro de ella. Él sacrificó toda clase de ofrendas táctiles sobre su vientre. Un remolino intraducible de balbuceos, declaraciones insensatas y ternuras dentales incrustadas entre los omóplatos flotaron sobre ambos. Se perdieron uno en el otro; y juntos se reencontraron.
Nunca más. -pensó ella.
-Nunca más. -dijo la figura.
La noche se rasgó en pequeños matices dorados. Ella cerró los ojos, mientras la vida se filtraba gota a gota sobre las sábanas. Las sombras huían, atormentadas, hacia los rincones de la habitación.
Nunca más.
Se aferró a ese pensamiento terrible y esperanzador: Nunca más. Y nunca, nunca más volvió a escuchar el premonitorio llanto del mar sin estremecerse.
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